El urbano, ajetreado, camina
(corre), ausente de sí mismo, imbuido por un entorno a ratos no tan atronador.
Turistas, perros, viejos, todos ellos abandonados a su condición dantesca.
Recuerdo aquella canción, “escupir
a los urbanos, a mi chica meter mano…Yo para ser feliz quiero un camión”, y me
da la risa.
"Estiércol voraginoso insignia" (Nueva York), Pixabay. |
Me pierdo sin querer, pero
también queriendo; y me topo con lugares encantadores (tenías razón, epicúreo, en la ciudad también los hay).
Lugares hastiados de cal, de colapso,
llenos de vacío, vacíos de lleno. Absurdo como cuando llamamos botella de
agua a un recipiente sin contenido, como si el haberla contenido o su forma
sola le dotara de esencia.
La ciudad es éso, ajetreo vacío, rincones inhóspitos. Espacios
sucios, agitados de vidas muertas, enjutas en cárceles que dibujan movimientos
hipnotizantes.
Las mentes, calcinadas, esperan el día de descanso cual lluvia en el
desierto, ciegas ante el desperdicio del vergel de sus vidas.
Deseo, con todas mis fuerzas, no
perder esta visión externa, no dejar de sentirme extranjera cada día; no
fusionarme, sin querer, con el estiércol voraginoso imperante.
Podrás oír hablar sobre el
colesterol y otros quejidos mundanos. Verás ápices de arte y creatividad,
dentro de la espiral ingente.
“Sálvese quien pueda” es el nuevo carpe diem, la droga individualista, que
hasta los infantes inhalan sin medida. Volveré
a casa, donde los pájaros aún tienen voz.
Puede que queden muchísimos años, pero algún día se apagará el Sol.
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