miércoles, 21 de septiembre de 2016

Incluso la voz se apaga

"Estancias reflexivas", Madrid, 2012

La decepción es amarga. Su sabor desprestigia el propio ser al hincar la culpa de haber creído en una realidad que finalmente no es tan real. Además, desprestigia a la propia realidad, que se sume en la mediocridad.

Entonces mirar hacia adelante se hace complicado si las bases de las que partías no son las vigentes. Todo cambia alrededor y te embriaga esa sensación de que nada merece la pena. Un sentimiento de pérdida, que constituye un nuevo golpe que dificultará la confianza en la próxima lucha, la fe en un futuro más digno. El deseo de vivir por algo se tambalea.

¿Cuál es tu motivo para vivir? ¿Merece la pena sufrir todas las decepciones que entraña el día a día? Cotidianeidad tiene preparadas un sinnúmero de ellas para cada persona. Pierdes la energía, incluso la voz se apaga en un amago del cuerpo para mostrar su ineptitud, su disconformidad con las alternativas viables. Eres casi muda, de repente. Y te duele. Y deseas dejar de ser díscola, lamentando sentirte única. Y te desesperas, te encierras, te entierras. La tierra se te mete en los ojos, en las uñas, en los pies, y empieza a fusionarse con tu cuerpo (el cuerpo, ese gran olvidado en pro de una mente tan cultivada). Tomas conciencia de que tienes en propiedad una realidad física que te contiene. Y vuelves a dudar. ¿Será realmente tuyo tu cuerpo? ¿Tienes realmente los derechos completos de esa cárcel anodina?

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