"Estancias reflexivas", Madrid, 2012 |
La decepción es amarga. Su sabor desprestigia el propio ser al hincar la culpa de haber creído en una realidad que finalmente no es tan real. Además, desprestigia a la propia realidad, que se sume en la mediocridad.
Entonces mirar hacia adelante se
hace complicado si las bases de las que partías no son las vigentes. Todo
cambia alrededor y te embriaga esa sensación de que nada merece la pena. Un
sentimiento de pérdida, que constituye un nuevo golpe que dificultará la confianza
en la próxima lucha, la fe en un futuro más digno. El deseo de vivir por algo se tambalea.
¿Cuál es tu motivo para vivir?
¿Merece la pena sufrir todas las decepciones que entraña el día a día?
Cotidianeidad tiene preparadas un sinnúmero de ellas para cada persona. Pierdes
la energía, incluso la voz se apaga en un amago del cuerpo para mostrar su
ineptitud, su disconformidad con las alternativas viables. Eres casi muda, de
repente. Y te duele. Y deseas dejar de ser díscola, lamentando sentirte única.
Y te desesperas, te encierras, te entierras. La tierra se te mete en los ojos,
en las uñas, en los pies, y empieza a fusionarse con tu cuerpo (el cuerpo, ese
gran olvidado en pro de una mente tan cultivada). Tomas conciencia de que tienes en propiedad una realidad física que te
contiene. Y vuelves a dudar. ¿Será realmente tuyo tu cuerpo? ¿Tienes
realmente los derechos completos de esa cárcel anodina?
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